Las habitaciones del Palazzo Decumani son estupendas. Amplias, de techos altos, y una cama grande y cómoda, con sábanas de un lino excepcional. Pero el Palazzo tiene un problema y es la falta de un espacio abierto, una terraza, un lugar para respirar. El espacio destinado al desayuno es una cueva, encerrado y sin ventanas, y el barcito, aunque simpático, algo incómodo. La decoración de las zonas comunes es noventera, y el ambiente, que quería ser audaz y moderno hace veinte años, se siente hoy algo pasado de moda. Frío y extraño. Pero esto se refiere sólo a las zonas comunes. Porque, insisto, las habitaciones sí están muy bien decoradas: claras, frescas, sobrias, elegantes. El staff es correcto y cordial, aunque no hay que confiar demasiado en sus recomendaciones sobre dónde cenar. Una de ellas (La guitarra) fue un auténtico desastre. La otra (Tandem), estuvo modestamente bien. Por cierto, para la gente que sabe qué es comer bien, Zi Teresa es el lugar. La zona del hotel es el centro histórico: perfecta. Y sí, es algo sucio, pero qué importa: Nápoles es una ciudad auténtica, con su camorra y su extraordinaria y convulsa historia, no un Disneylandia para turistas.